La dulce navidad de Samuel el triste / Por Cedhot Arias



El viejo señor Samuel, también llamado por los vecinos Samuel “El Triste”, habita una pequeña pero cálida vivienda, en ella vive solo como un pajarito en una jaula.

Afuera es noviembre, y los niños corren de aquí para allá como llevados por ventoleras que bajan repletas del frio aire de la gran montaña que rodea Caracas. Samuel, anciano de pies ligeros, de ágiles y huesudas piernas va de la alcoba a la sala, de la sala a la cocina, llena de café cerrero una taza y camina saboreando cada pisada hacia el ventanal antiguo por el que se asoma, contempla sus rosas, sus gardenias, sus girasoles, sus flores, mientras ve a los chamitos correr por la vereda.

Más lejos, en la esquina techada de la familia García, como seis guarichitas juegan a las muñecas, y Samuel con su mirada triste de viejo nostálgico carraspea, enturbia la frente amplia y camina hecho leve brisa hasta el cuarto feliz, el del pesado candado, junto a la cocina. Saca la llave del bolsillo, abre el portachón de madera e invita a pasar la luz a los resquicios oscuros de aquella habitación amplia, llena de retazos, de trapos, de muñecas, caballitos de San Juan, perinolas, peloticas de goma… un universo distinto y multicolor en aquella casa llena de sombras.

Afuera, el frio viento de noviembre comienza su viaje a la ciudad colapsada, allá abajo; se mezcla con las mujeres en el mercado, trota con un grupo de hombres, empuja el humo y los cornetazos mientras acompaña a Pacheco que trae flores de Galipán a la ciudad de concreto, colorea paredes, silba su risa mientras danza para los niños y niñas que juegan en todas partes.

Samuel, el viejo Samuel, está parado junto a la puerta mágica que acaba de abrir y lagrimones amargos cubren el trayecto entre sus ojos y el cuello, como ríos inmensos a través de los surcos que el tiempo ha dibujado en su rostro. Su mente sueña, elucubra, escucha las carreras de los hijos que se fueron, como si corrieran por toda la casa, brincando, saltando, riendo, mientras Carmen termina de preparar el dulce de lechosa, el panetonne de los abuelos que cruzaron el mar para conseguir paz, progreso, riqueza de este lado del mundo, y la consiguieron.

Samuel cierra la puerta y se hace el silencio en la casa, coloca la taza en la cocina y suspira profundo. Hay que salir a comprar pan. Toda una travesía. Arruga la frente, su mirada se vuelve osca y triste, aprieta los labios y sale, el sol inunda sus ojos de golpe y los niños voltean a mirar, el viejo alto, blanco, con lentes de carey que sale con su pasito apurado y uno de ellos grita:

- ¡Salió Samuel “El triste”!
Y la parranda de muchachos ríe y aplaude ¡triste!, ¡triste!, ¡triste!...

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La navidad se fue de aquella casa un mes de mayo… Samuel esperó horas en el aeropuerto a Carmen, llegaría y traería a los niños, Manuel, con su cara gorda y bonachona, Sofía con su mirada luminosa… vendrían noticias de la familia de Italia, sus ojos saltarían contándole a papá de los tíos del otro lado del mar.

Pero el avión no llegó, en cambio, fue a dar con los corales y los seres del mar… cuentan que Samuel estuvo varios días sentado frente al ventanal que da a la pista de aterrizaje del aeropuerto… entonces se hizo uno con el silencio y su mirada se hundió como aquel avión en la tristeza de un mar infinito y silencioso.

El viejo negro Francisco ve pasar a Samuel con sus largas piernas de paleta hacia la panadería, mientras templa el cuero de un cumaco, adentro su negrita Margot prepara un dulce chocolate. A Francisco le dicen el brujo, pero no es más que un viejo sabio, leído, como dicen en su pueblo de la costa de Ocumare. Francisco conoce el secreto de la navidad.

O es que acaso tu querido lector, apreciada lectora, nunca te has preguntado: ¿de donde viene la navidad con todas sus luces, con toda su alegría, con su mágico encuentro que une a los que están bravos, reconcilia a los adoloridos y llena de nostalgia a los que han amado?

¿Sabes de dónde emerge la navidad?... del alma pura de los niños... allí queda guardada desde el 3 de febrero, después de La Candelaria,  todo el año, hasta el momento preciso en que hecha polvo de estrellas, brota como una brisa feliz que a todos contagia... La Navidad es lo más bello que existe... Y Francisco lo sabe, durante años ha invocado su espíritu para devolvérsela a Samuel por lo menos una vez más. Y todos los años el alma triste de Samuel la ha rechazado, con grandes lagrimones amargos la noche buena. Francisco ha aprendido con cada fracaso y este año en Nochebuena está seguro de no fallar.
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24 de diciembre por la mañana… El viejo Samuel, el de las largas greñas encanecidas no se quiere levantar de la cama, está cómodo, y ha tenido un sueño muy raro… soñó que después de tomar su habitual taza de café mañanero, fue a asomarse al ventanal que da vista a sus flores y no había ni una… en especial no estaba una rara rosita que se ha esmerado en pegar y le ha sido reacia. Eso no ha sido lo más raro del sueño, lo más raro ha sido que en él caminaba muy lento, como arrastrando los pasos, soñó que estaba más triste que de costumbre porque su rosita no estaba, soñó que caminaba del ventanal al baño y que al mirarse en el espejo… aquella rosita estaba hermosa, fuerte, con un tallo sano, florecida justo en el medio de sus dos cejas…

Se ha despertado impresionado con el sueño. ¡Qué sueño tan raro! Se ha dicho a si mismo varias veces. Por fin se decide a levantarse, hace mucho “Pacheco”, y mientras cuela el café caliente piensa en el sueño… - hoy es navidad -  le pasa por la cabeza y frunce el seño… camina hasta el portachón de madera, abre la habitación feliz, contempla, y un lagrimón amargo va a dar a su cuello… las lagrimas son saladas como el mar en la costa de Araya.

Voltea, alguien toca a su puerta… eso es más raro que el sueño… camina con sus pies ligeros y al abrir se consigue con la mirada despierta de Francisco…

-         ¿Qué hubo Samuel? disculpa que te moleste, estoy aquí para pedirte un favor. – Acota- este año los vecinos nos estamos organizando para ayudar al niño Jesús con los juguetes, así que he estado pensando en pedirte nos ayudes a juntar unos regalos para repartirlos esta noche todos juntos, disfrazados como ángeles…

El viejo Samuel, desgreñado y triste, con su mirada osca, no puede creer lo que le está diciendo Francisco, el viejo Francisco que tantas veces cargó a sus hijos, el marido de Margot, la negra que amamantó a su pequeño Manuel…

-         Yo no tengo nada que dar Francisco – contesta Samuel con voz gruesa, esa misma voz que él mismo no se escuchaba hace tanto tiempo – no cuenten conmigo, en esta casa ya no es navidad nunca más… - finalizó con voz suave.

Y cerró la puerta antes de llorar frente a aquel negro que fue su amigo. Su amigo de verdad.

Francisco caminó rumbo a casa, definitivamente – pensó - Samuel a dejado que la tristeza ahogue su corazón. Pero ahora viene la navidad… y este año no vamos a fallar.

El viejo Samuel caminó ligerito hasta la cocina, nervioso, con una extraña corriente corriendo por todo su cuerpo, sirvió otro tazón de café y giró sobre sus pies rumbo a la alcoba y se encontró con la puerta abierta del cuarto feliz. Caminó despacio, escuchando en sus recuerdos a los niños correr por la casa, a la negra Margot batir el chocolate y reír con Carmen que terminaba el dulce de lechosa, pudo sentir el olor del panetonne, miró al pasillo y vió el arbolito bien iluminado, el retablo con San José y María esperando al niño Dios… la casa iluminada y su corazón lleno de ternura y alegría por la sonrisa de sus hijos. Entonces, como una sombra que crece de repente, haló la puerta de madera y la oscuridad volvió a ser silencio en su triste corazón.

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Seis de la tarde, día de navidad… por doquier se escucha el - ¡muchacho anda a bañarte!, que es tanto como una canción navideña en Venezuela… y el habitual - ¡Ya voy!, que es coro siguiente al mandato materno… Francisco ya está sentado en el frente de su casa con su cumaco listo, esperando a Gerardo con su cuatro, a Daniel con el furruco, para inundar la vereda con una improvisada parranda navideña. Poco a poco la luz del día se hace noche y las estrellas son como faroles infinitos que surcan el cielo de Caracas.

Es Nochebuena el niño está por nacer, llega la hora de ver los regalos, de romper el papel… doce de la noche, todos corren a casa para abrazarse en familia en torno al pesebre y colocar el niño Jesús, de pronto, del fondo de la vereda se escucha el cumaco de Francisco sonar, los niños ríen y de sus ojos, y bocas, de sus cabellos lisos o ensortijados comienza a brotar un fino e invisible polvo luminoso que inunda los cuartos, las casas, la calle, la noche… los niños brincan y salpican de navidad todas las cosas, todas las almas, todos los sueños…

Como llevado por la brisa, en la fría noche caraqueña que trae Pacheco, el viejo Samuel “el triste” aparece dando grandes zancadas con una risa gruesa y dura, un viejo traje de San Nicolás sobre el cuerpo flaco y alto, con una gran bolsa de harina de panadería al hombro diciendo “Feliz Navidad” jojojojo ¡Feliz Navidad!... dentro de aquel saco, cientos de retazos de colores, muñecas de trapo, trompos, perinolas, caballitos de San Juan...

Dentro de la casa de Samuel el cuarto de la felicidad vacío, el portachón abierto… y en su corazón la navidad, porque todos tenemos algo que dar.

Cuenta el viejo Francisco mientras toca su cumaco que no hubo navidad más feliz que aquella navidad.

Cedhot Arias
24 de diciembre de 2009
12:51 a.m.

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